Escribir a máquina

CARLOS SENTÍS
L eo que la mayoría de los jóvenes no ha visto en su vida una máquina de escribir. Luego pienso que este texto pasará por una redacción donde, desde hace tiempo, no queda ni una.
La máquina de escribir se nos ha muerto sin apenas darnos cuenta. Habrá vivido muy poco más que una persona aproximadamente de mi generación. Era yo un niño cuando veía a mi padre escribir, con los dedos índices y el pulgar para el tabulador, en una Remington a la cual debíase levantar el carro --cilindro deslizante-- si se quería ver lo que se había escrito. Era en aquel entonces todavía una novedad, por lo menos en su aplicación. El presidente norteamericano Woodrow Wilson sorprendió a sus aliados en el tratado de Versalles (1918) escribiendo a máquina. Georges Clemenceau se hacía cruces y hasta se dijo que los catorce puntos del tratado eran malos porque estaban escritos a máquina. Decían no pocos que la máquina se interponía entre el pensamiento y el papel y nada había como el brazo y la mano para alimentar con la sangre de la misma persona la culminación de su escrito.
Se discutía la máquina porque era la modernidad o el progreso. Estudiante, mi padre quiso que, para ganarme la vida, aprendiera no a escribir, sino a escribir a máquina. Fui a una academia fomentada por la marca Underwood; los americanos dominaban el mercado. El aprendizaje consistía en emplear todos los dedos de las manos --cada dedo, sus letras--, y cuando se había logrado un cierto automatismo se pasaba a una máquina ciega. Es decir, las teclas eran en blanco y los dedos debían "saber", por su mera colocación, cuáles eran las que se debían pulsar.
¿Me sirvió de mucho mi relativa habilidad cuando me encargué de la sección universitaria en el diario "La Publicitat"? Una vez, un político visitante creyó que era un mecanógrafo --era todo un oficio-- y no un redactor. La verdad e